jueves, 26 de mayo de 2016

ADIDAS Y PUMA: LA HISTORIA DE UN ODIO FRATERNAL

Hablar de rivalidad fraternal entre Rudolf y Adolf 'Adi' Dassler es quedarse muy corto. Los hermanos que fundaron la empresa que antecedió a Adidas fueron un caso único de odio que desencadenó en su separación y la creación de Puma por parte de Rudolf y un grupo de empleados leales. Ahora, una disputa por una patente ha revivido las viejas rencillas que datan de los años 40 y con la II Guerra Mundial como detonante.
La historia se remonta al final de la I Guerra Mundial. Los hermanos volvieron a su localidad natal de Herzogenaurach, localidad bávara famosa por sus zapatos cercana a Nuremberg, y lanzan su propia empresa de zapatos (su padre ya era zapatero) en los años 20 con el nombre de Hermanos Dassler, con la obsesión de hacer zapatillas para correr.
La empresa prosperó, incluso con la llegada al poder de Adolf Hitler (ambos hermanos se afiliaron al Partido Nazi), llegando a su momento culmen en los JJOO de Berlín en 1936, cuando Jesse Owens calzó sus zapatillas y ganó la medalla de oro en los 100 y 200 metros, salto de longitud y los relevos.

La II Guerra Mundial

Pero los problemas llegaron con la II Guerra Mundial. Rudolf fue llamado a filas y tuvo que combatir en Polonia, mientras su hermano Adi se ocupaba del negocio, que como tantos otros, se transformó para ayudar en los esfuerzos de guerra de Alemania. De hecho, todo el pueblo se dedicó a hacer desde componentes para misiles a ropa para el ejército. El cometido de los Dassler fue más curioso: el Panzerschreck, la versión nazi del bazooka estadounidense.
Precisamente en la ocupación americana la clave fue la esposa de de Adi, Käthe, que convenció a las tropas de que ellos solo querían hacer zapatillas de deporte. Pero Rudolf estaba convencido de que había sido su propio hermano el que había conspirado para que le enviaran a la guerra y le culpó del año que pasó en prisión tras ser capturado por los estadounidenses, que la acusaron de pertenecer a las SS.
Rudolf estaba convencido de que Adi le había delatado, lo que amargó en una guerra personal entre ambos, con acusaciones cruzadas de pertenencia al partido nazi.
Los hermanos se mantuvieron 'unidos' hasta 1948, compartiendo incluso el hogar con sus respectivas familias, pero la situación era insostenible. Rudolf decidiría dejar la compañía ese año y formar Ruda (acrónimo de Rudolf Dassler), que finalmente se llamaría Puma. Adi, por su parte, relanzó la compañía como Adidas (acrónimo de Adi Dassler).

Nace Puma y se divide el pueblo

Rudolf no se fue muy lejos, de hecho se quedó en el mismo pueblo de Herzogenaurach, pero al otro lado del río, y su rivalidad se trasladó a todos los habitantes. Había que ser de Adidas o de Puma, y cada equipo tenía sus bares e incluso clubs de fútbol separados. Si eras de Adidas no te podías casar con alguien de Puma.
De hecho, se la consideraba la "ciudad de los cuellos doblados" porque los vecinos miraban al suelo para ver que zapatillas calzaba el otro antes de saludar. Una situación que recordaba a la de Irlanda del Norte entre católicos y protestantes.
De hecho, las leyendas y mitos alrededor del origen del odio fraternal surgieron como champiñones: unos hablaban de que Adi se acostaba con la mujer de Rudolf, o de que Rudolf fuera el verdadero padre del hijo de Adi. Otros decían que Adi había cazado a Rudolf robando dinero de la caja.
La guerra, sin embargo, podría haber sido también el catalizador de una competencia entre hermanos que les llevó a revolucionar la industria del deporte, especialmente con el uso de estrellas para promocionar sus marcas, algo que nadie hasta entonces había hecho (y lo que probablemente hizo que Nike después les comiera tanto terreno tras hacerse con Michael Jordan, entre otros).
El odio entre ambas empresas se trasladó a sus hijos, y después de la muerte de ambos hermanos todavía había rencillas. Todo hasta que en 2009, cuando ambas familias ya habían perdido el control de las compañías, empleados de ambas compañías decidieron jugar un partido de fútbol, "un apretón de manos histórico", como lo denominaron Adidas y Puma.

LA ERA DE LOS PORTAAVIONES AL PUNTO DE TERMINAR

La terminología militar es rica en jerga destinada a describir el intrincado organigrama de cada arma de ejército. Y su significado es casi siempre desconocido para el gran público, que sería incapaz de responder a cuestiones como "¿Cuántos soldados tiene una división?" o "Un ala completa, ¿cabe en un único hangar?. En cambio hay una palabra que casi todos, especialmente los enemigos de Estados Unidos, entienden: Flota.
Los grupos de navíos que, como la Quinta Flota, envía la potencia a los confines de la Tierra son desde hace años una de las herramientas de presión diplomática hacia el exterior, y de respuesta mediática hacia los propios votantes, con las que mejor trabajan los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca.
Desde luego, impresionan sus cruceros de misiles Aegis, los destructores de la clase Arleigh Burke y el submarino nuclear que, junto con algún que otro buque logístico como petroleros, suelen formar parte de la punta de lanza de esas flotas. Pero todos ellos son meros auxiliares de un barco mayor, en el que el comandante del grupo tiene su asiento, y por tanto su bandera. El buque insignia por excelencia: el portaaviones.
Los 70 aviones que transporta no sólo crean en el aire la misma burbuja defensiva que sostienen los submarinos bajo la lámina de agua. Son sobre todo una fenomenal arma ofensiva que permite a Estados Unidos realizar ataques sobre casi cualquier país de la tierra, evitando el siempre engorroso trámite de tener que contar con aliados para desplegar una fuerza aérea. Los portaaviones son, sin más, auténticas bases flotantes que pueden anclarse allí donde haya aguas internacionales.
Pero el tiempo de estos titanes está tocando a su fin. Esa es la tesis de Ben Ho Wan Beng, analista senior de una prestigiosa escuela de estudios internacionales con base en Singapur, y que ha sido publicada por el United States Naval Institute. El analista señala que dos fenómenos, por encima de otros, constituyen una amenaza seria para el futuro de estas bases aéreas flotantes.

Un alcance insuficiente

Está en primer lugar el rango de las aeronaves embarcadas. El grueso de los cazabombarderos de la Marina son F-18, y tienen un rango de 500 millas náuticas (926 kilómetros) que, una vez descontada la distancia a la línea de costa que por mera seguridad deben mantener los grupos de ataque, apenas basta para perseguir objetivos tierra adentro. Eso es especialmente malo cuando se trata de atacar países con eso que los analistas llaman "profundidad estratégica" (en román paladino: espacio para replegarse tierra adentro).
Ni siquiera la llegada del F-35 (cuyo desarrollo es ya todo un culebrón) cambiará demasiado esta carencia: este fantástico avión tiene muchos puntos fuertes, pero la autonomía no es uno de ellos, puesto que incrementa el rango operativo apenas un 10%, hasta las 550 millas náuticas.
Pero es que además, y al mismo tiempo, los principales enemigos de EEUU (China y Rusia), están desarrollando una nueva generación de misiles de largo alcance cuya velocidad y letalidad creará una línea defensiva invisible, pero muy real, a más de 800 millas náuticas de la costa.
De nada sirve lanzar decenas de aviones a un ataque combinado, si el portaaviones al que tienen que volver ha sido destruido, por ejemplo, por uno de los misiles DF-21 que China fabrica, y que en un sólo impacto es capaz de mandar al fondo del mar un buque de 335 metros de eslora, con sus 6.000 marineros a bordo.

Guardar las distancias

El analista explica por eso el futuro naval de EEUU en términos muy similares a los que podrían escucharse en una presentación de servicios de red, y bajo lo que muchos han llamado hace tiempo "letalidad distribuida".
Se trata, sin más, de un nuevo paso del péndulo de la carrera armamentística por cada uno de los dos extremos por lo que respecta a la potencia de fuego, y que puede explicarse en la pregunta: ¿Es mejor un gigantesco cañón o una multitud de cañones pequeños?
La balanza se inclina ahora por la segunda proposición: reducir el tamaño de los grupos de ataque y multiplicar su número, haciendo que estén compuestos por navíos más pequeños -también más robotizados- y que se encarguen tanto de combatir a otros buques, como de atacar los objetivos en tierra con la última generación de misiles Tomahwak, perfectos para impactar hasta a 900 millas náuticas (1.668 kilómetros) de distancia... y que no necesitan hacer el camino de vuelta a casa.
Por eso, quizá en las próximas décadas el verdadero temor de los enemigos de Estados Unidos no sea escuchar palabras como "portaaviones", sino "destructores" o "buques de combate litoral". En cuanto a los grupos de ataque actuales, quizá podrían sobrevivir con su pintoresca panoplia de naves, aviones, submarinos y petroleros, pero su labor sería mucho menos importante: machacar el terreno sólo cuando sea completamente seguro acercarse un poco más a la costa.

ECONOMIA